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Autómatas y transmetales
Koleo Um

I.

Según el inestimable análisis de la Edad Mítica realizado por el maestro (y mi bisabuelo) Bartolomeo Um, fue en el lejano año de 2895 N.B.U cuando los maestros transformadores obtuvieron el conocimiento para controlar los elementos de la naturaleza y modificarlos a su antojo. Aunque apreciamos las historias populares, no podemos aceptar leyendas tan antiguas e improbables como base de nuestra argumentación científica.

            Después de muchos años de reflexionar acerca de los fenómenos más oscuros de nuestra tortuosa existencia natural, he llegado a la conclusión de que para mí  nunca son suficientes ni las creencias populares o religiosas ni las explicaciones de la cartografía moderna. Creo firmemente que es necesario ir más allá de ambas y retar a nuestra imaginación, que es el único poder verdadero del que hemos sido dotados.

            En este sentido, uno de los hechos que me parecen más fascinantes y del que existen muy pocas explicaciones, aunque sea aquellas defectuosas de nuestras academias nacionales, es el origen de la vida artificial. Es sabido que el biólogo Ascecius Diciano ha desarrollado una compleja explicación sobre el origen de las especies animales y vegetales (ver el volumen Proezas evolutivas. De los organismos simples a los complejos, publicado por la Universidad de Senes). También que el geólogo Hinanus, en conjunto con la profesora en astronomía Antea Ramus, han descifrado con una exactitud sin precedentes los movimientos estelares (ver los tres tomos de Coelestis Insidias, tristemente inconseguibles en las bibliotecas no sesenisas) y han propuesto arriesgadas teorías sobre el origen y la existencia de otros mundos. Pero, ¿quién ha dedicado siquiera algunas páginas a elaborar hipótesis sobre la procedencia de los autómatas? Hagamos una breve historia de la pobre bibliografía sobre este asunto. Comencemos con la más famosa de todas.

 

II.

El más antiguo texto académico sobre los autómatas se lo debemos a Bartolomeo Um. Como en casi todo lo demás, el profesor Bartolomeo fue un precoz estudioso de la vida artificial aunque, hay que decirlo, el tema sólo le interesó hacia el final de su vida. Y fue justo entonces cuando sus habilidades científicas declinaron. Sus deducciones de vejez se inclinaron peligrosamente hacia la tradición mágica de la que nos costó tanto trabajo separar a los jóvenes académicos.

            Su texto se llama “Sobre la concentración de energía cinética en una muestra de Fabulinus” y aunque no se sabe con certeza en qué año fue escrito, con toda seguridad fue después del 3126, pues el maestro Um ya menciona la provincia de Trises como parte de Beatris y no de Senes. Aunque el título puede parecernos típicamente científico, en realidad la reflexión de Um no parte de un experimento. Es llamativo, en principio, que el título dice “Fabulinus”, que es el nombre que recibe el corazón de los autómatas en Senes, y no “Aiko” que es el nombre lamariano y el que Um usó en la mayoría de sus obras.

            La razón de este título tiene que ver con la historia detrás del texto, que pocos conocen. La relataré brevemente y, siempre, con reservas pues yo mismo sólo la escuché una vez y no tengo forma de comprobar su veracidad. Cierto día, cuando el profesor Um realizaba uno de los últimos viajes que le permitió hacer su gobierno antes de recluirlo en un asilo (algunos dicen que se trataba, más bien, de un manicomio) y prohibir todas sus obras, fue invitado a la Universidad de Senes que, por entonces, tenía su sede en Sendia. Aquella era una época difícil, la Guerra de los Territorios Interiores recién había terminado y el trabajo académico se había detenido por completo. Con afán de recuperar el tiempo perdido, el rector de la universidad, el famoso cartógrafo Vico Aposteus, trasladó a la dorada Sendia todo lo que había sobrevivido después de las crueles batallas que incendiaron Inos: documentos, libros, pizarrones, tinta y hasta el último pedazo de tiza que logró encontrar entre los escombros.

            Durante esta reconstrucción, Aposteus supo que el maestro Um estaba en el Bosque Solidium, muy cerca de la frontera con Lamaria, estudiando un túnel que, según el viejo, había sido obra del legendario Leandrino Em, que los lectores seguramente conocerán como “el ladrón del Aiko”.  En otra ocasión tendremos oportunidad de hablar sobre las teorías de Um sobre los túneles móviles de Leandrino, aunque hasta ahora no han probado ser más que una más de sus conjeturas inflamadas por el ardor de la epopeya tradicional de Lamaria. El caso es que Aposteus hizo llamar a Bartolomeo y, durante algunas semanas, el viejo maestro fue hospedado con honores en la Universidad de Senes. De esa visita aún queda, en la sede universitaria de Sendia, la pequeña sala de estudio que utilizó Bartolomeo Um y que se ha dejado casi intacta aunque hoy pocos estudiantes saben quién se sentó en esa silla de roble que es como decir que nunca sabemos en realidad en los hombros de qué gigante estamos parados.

            Con su conocida generosidad, el maestro Um ayudó al rector a organizar los documentos y los libros, muchos de ellos apenas legibles de tan antiguos. Um conocía todo, se decía que era la única persona que había leído cada libro escrito en la lengua de Circa o en Suntalez, la de los antiguos habitantes, aunque esto último es claramente una exageración. Y fue precisamente en esa búsqueda que apareció, en una pequeña caja de madera, astillada y apunto de pudrirse, un mecanismo de metal que, en el centro, poseía una piedra que exudaba un sutil brillo azul.

            Era, por supuesto, un aiko o, al menos, el fragmento de uno. El rector permitió a Um estudiar el peculiar artefacto con la sola condición de que publicara sus descubrimientos usando los nombres científicos de Senes y con la nomenclatura de la propia universidad. Um aceptó aunque, se sabría después, Vico intentaría publicar el estudio con su firma sin mencionar la participación de Um. Muchos no creen que las cosas hayan ocurrido así, pero tengo constancia del hecho y algún día publicaré las pruebas de que, si bien Vico Aposteus fue la piedra angular de la creación de la universidad moderna, cometió algunos deslices de plagiario. No se puede organizar el mundo académico de un país y, además, tener tiempo de escribir las grandes obras de nuestro tiempo. Eso no importa ahora. Como se imaginará el lector, el título tampoco fue colocado por el propio Um, quien pensaba llamar a su pequeño tratado –muy a su estilo– “Trasmutaciones del corazón autómata”. Fue el propio Vico quien pidió al maestro Um que lo llamara “Sobre la concentración de energía cinética en una muestra de Fabulinus”, un título más acorde con la poca imaginación de los académicos senesinos a quienes el rector deseaba impresionar.

            Al final, como puede suponerse, el rector renunció a su proyecto de publicar como suyo el trabajo de Bartolomeo Um, pero no por razones de integridad académica. Vico Aposteus no quería hacer el ridículo, pues las ideas de Um en este texto eran arriesgadas y, en muchos casos, excesivas.

          ¿Cuál es la idea de Um sobre el origen de la vida artificial? Después de observar el fragmento de aiko en la universidad, se lo llevó a las cuevas del Bosque Solidium y se quedó ahí abajo durante semanas. Cuando volvió, afirmó que el fragmento del aiko estaba compuesto de un mineral cuya estructura molecular había sido modificada por el contacto con otros metales del subsuelo. Según Um, precisamente el suelo del Bosque Solidium poseía una energía transformadora que, si bien no podía explicar aún, era perceptible en pequeñas reacciones lumínicas al interior de los minerales provocada por… ciertos cantos místicos. Su idea era que algunas canciones populares poseían mezclas tonales específicas que, repetidas intencionalmente (como en una ceremonia o un ritual), eran capaces de conmover el núcleo de la piedra del aiko y sólo entonces establecía una “relación cinética” con otros minerales cercanos. De este modo, el origen de los autómatas se encontraba, según él, en ceremonias religiosas muy antiguas en las que ciertos sacerdotes habían logrado establecer una notación musical que avivaba el corazón secreto de las rocas y lograba convertirlas en un aiko.

            Cuando Bartolomeo Um dejó Sendia, el rector Aposteus le prometió publicar su tratado en los anales universitarios en cuanto la imprenta estuviera funcionando de nuevo. Sobra decir que nunca lo hizo. El documento se quedó ahí, en la biblioteca, esperando que algunos curiosos lo descubrieran después, como ocurrió efectivamente, aunque sólo para resurgir como una prueba de la demencia que sufrió Um al final de su vida.

 

III.

 

Después de Um, otros investigadores abordaron este problema de forma más conservadora y sin aportar nada más que conjeturas. En 3135 apareció en la revista científica de la Universidad de Beatris un breve artículo firmado por una tal Filia Gala, “Un hallazgo microscópico en el Mar de los Volcanes”. En él explica los resultados de una expedición cartográfica a la remota península de Terminasitad. La expedición tal vez les resulte familiar a los avezados en la historia continental de las expediciones desastrosas, si es que tal cosa existe. Tristemente, los jóvenes cartógrafos que lideraban la expedición desaparecieron en un acantilado, al pie del Pico Terminasitad. Otros científicos, tan inexpertos como los líderes, trataron de volver, pero se extraviaron en los laberintos de piedra, en las faldas de la montaña.

            El caso es que Filia Galia fue uno de aquellos sobrevivientes, o al menos eso afirmaba en su artículo. El interés de este texto para nuestro tema particular es que, durante los días en que Filia estuvo perdida, a punto de morir de hambre y de frío en el helado norte del continente, tuvo oportunidad de observar un fenómeno muy particular. En la pared de un imponente acantilado notó que, con la luz tenue del amanecer, se iluminaban pequeñas partículas de polvo que eran arrastradas por el viento y se impregnaban en la roca. Se acercó y notó un segundo fenómeno: el acantilado, hasta ese momento inmóvil, parecía “respirar”, moverse casi imperceptiblemente hacia atrás y hacia adelante, como una ola. Cuando salió el sol, el fenómeno se detuvo o eso parecía a simple vista. Filia tomó una muestra de ese polvillo y buscó, y afortunadamente encontró, el camino de vuelta a Entiad. ¿Qué halló tras analizar ese polvillo luminoso bajo el microscopio, cuando estuvo de regreso en Nubia? Ese polvillo no era otra cosa que Cerio, un metal raro que poseía una cualidad no conocida hasta entonces: al reflejar cierta luminosidad solar “se movía por sí mismo”. La reflexión de Filia termina con dos hipótesis: una, que esta variante particular de Cerio podría ser el principal causante de los kaínes en ciertas zonas del continente; y dos, que quizá los autómatas, o su corazón al menos, estaban hechos de Cerio y que el mecanismo del aiko había sido construido para producir las condiciones ideales en que el Cerio podría moverse solo.

            Hoy en día sabemos que la presencia de Cerio en el continente es escasa, por lo que este mineral no explica en absoluto los kaínes. Sin embargo, la tesis de Filia sobre el origen de los autómatas fue muy reveladora para mi propio estudio.

         Enseguida se publicaron cinco trabajos, de forma casi consecutiva, como resultado de una discusión académica acaecida durante el Primer Encuentro Nacional de Cartógrafos (Ínos, 3156) y que giró en torno al origen de los autómatas: cinco jóvenes académicos se desafiaron mutuamente para elaborar hipótesis durante los años siguientes y dichos textos fueron el resultado. Me refiero a “Autómatas y clima artificial” (3157), de Fabio Nelio, “Mecánica de la presión atmosférica” (3159), de Lautara Mesina, “Híbridos cárnicos” (3163), de Constantino Claudius, “Antropomática”, de Cleo Figurasitad (3167) y “El magnetismo y la antigua religión dimánica” (3170), de Teo Pleanus.

          Estos cinco trabajos constituyen casi toda la tradición investigativa sobre el origen de los autómatas. Añadiría, quizá, un sexto, Cien Cuentos Autómatas, de la famosa escritora y viajera Constanza Frónida. Comprendo que esto cause extrañeza, pues este libro dista mucho de ser científico, pero esto lo explicaré en el capítulo XLIII de este tratado.

           Para no alargar más esta nota introductoria, sobre los cinco trabajos citados antes basta mencionar sus principales hipótesis sin profundizar por ahora en ellas. Fabio Nelio asegura en un texto absurdo y de una ingenuidad pasmosa, que los sistemas internos de los autómatas son similares a aquellos que se utilizan para calentar las casas en lugares fríos, como en Gelpura. Para probarlo, elabora un galimatías que mezcla la historia de la máquina de vapor con leyendas de autómatas que parecían muertos pero que encendieron su corazón sólo para dar calor y salvar de una muerte segura por hipotermia a niños o viajeros extraviados en las laderas gélidas de la Sierra Continental. De este modo, concluye que el origen de los autómatas “seguramente tiene algo que ver con los misterios de la combustión interna”.

          Lautara Mesina, un poco más afín al espíritu científico de nuestra época, parte de un hecho casi cómico: un autómata que fue aplastado por una enorme roca, durante una expedición al Bosque de Obsidiana. El autómata no sobrevivió pero algo fascinante fue descubierto al quitarle de encima la roca a su cadáver: mientras todo su cuerpo fue destruido, el aiko, ya apagado, no fue aplastado. De hecho, ni siquiera tenía polvo. A partir de este suceso casi inverosímil, Mesina experimentó con el aiko y averiguó que soportaba una cantidad grandiosa de presión antes de ceder y deformarse. Para Mesina, entonces, el origen de los autómatas podría estar relacionado con una alteración de la presión atmosférica provocada por un mineral desconocido que generaba una fuerza inercial inversamente opuesta a la gravedad.

          Qué se puede decir de Constantino Claudius. Eran bien conocidas sus extravagantes ideas, más útiles para escribir piezas de circo que artículos científicos. Por alguna razón, sin embargo, sus ideas llegaron a la academia de Senes y fueron escuchadas. En resumen, Claudius afirmaba que los autómatas eran el resultado de un “cultivo de carne” que ocurría en el subsuelo del desierto, específicamente en el de los Transformadores en Gambia. Este cultivo provenía de materia orgánica en descomposición –por ejemplo, los cadáveres de los miembros de alguna expedición, muertos de sed durante una sequía– que se filtraba a la capas profundas de la tierra. En su descenso, los restos orgánicos se impregnaban de minerales varios y éstos, a su vez, eran insuflados de vida por la carne en descomposición. Los desechos orgánicos daban vida a los minerales y, tiempo después, la suma de minerales se estructuraba siguiendo los protocolos de algo que Claudius llamó “memoria somática”. Gracias a esa memoria somática, los minerales “sabían” cómo darle forma a un cuerpo; de este modo, replicaban con metal los órganos y las funciones del cuerpo humano. Como solía, Claudius no aportó una sola prueba documental o experimental sobre sus dichos. Fue una teoría escandalosa y, hay que reconocerlo, audaz, porque afirmaba que los autómatas provenían de los humanos, pero no era sino una provocación juvenil para escandalizar a los viejos de la academia. En algo sí tuvo razón este estrambótico personaje: relacionar a los transmetales o metales somáticos (he tomado de él este nombre tan llamativo) con el Desierto de los Transformadores. ¿Fue una casualidad? No lo sabremos. Claudius no escribió nunca más otra obra científica.

         De entre los investigadores más brillantes de aquella época, nadie se destacó como la gambina Cleo Figurasitad. Era brillante, audaz, inteligente. Toda su obra está llena de descubrimientos y de una curiosidad feroz. Ningún tema le fue indiferente. En “Antropomática”, Figurasitad hace una investigación que se aleja de las ciencias naturales y se acerca a las sociales. Desde el inicio de su ensayo, acepta que no ha descubierto el origen de los autómatas y que quizá nunca lo haga. No tiene una hipótesis ni una teoría. A través de la investigación en pueblos de todo el continente nos ofrece, en cambio, un análisis de todos los mitos y creencias que existen sobre los autómatas. Los compara con numerosos hallazgos arqueológicos, estudios sobre aikos y –la primera en hacerlo– llama la atención sobre los misteriosos juguetes de cuerda llamados hapuyit, por entonces poco conocidos fuera de Senes.

           Esto fue, sin duda, lo que la llevó a pensar en las leyendas del reino perdido de Sara y a establecer fuertes vínculos históricos entre ese reino hipotético y la creación de los Autómatas. ¿Cuáles fueron los aportes del tratado de Figurasitad? Muchos. Todas las ideas que hoy tenemos sobre los autómatas provienen de él. Su relación con los kaínes, con las leyendas tradicionales y con la artesanía de Numerasitad – que, según la estudiosa, es la base mecánica de los hapuyits. Pero, sobre todo, Cleo Figurasitad confirma con datos históricos y evidencia de investigación social que los autómatas representan un orden cosmogónico antiguo sobre el que se fundaron los primeros códigos sociales del continente, es decir, son la base de nuestra civilización.

           El extenso informe de Figurasitad se convirtió, con los años, en un libro voluminoso que, hasta hace no mucho tiempo, se enseñaba en las universidades. Sin embargo, luego de su muerte a la extraordinaria edad de 114 años, los académicos más conservadores tomaron el control de las academia durante la reorganización de la Universidad de Senes y su reinstauración en Ínos. Los académicos gambinos, en general, fueron relegados y la mayoría tuvo que regresar a la Universidad de Litanasitad, que es más como un establo que una escuela. El lector encontrará muchas ideas de Figurasitad en las siguientes páginas y con ello espero devolverle la antigua gloria a su esencial investigación.

          Esto fue, precisamente, lo que intentó hacer Teo Pleanus con el escrito original de Figurasitad. De los cinco académicos que hemos citado, fue Pleanus el único que decidió partir del mismo principio que Figurasitad y hacer a un lado las premisas de las ciencias natrales, considerando que éstas no estaban en posibilidad, aún, de probar nada al respecto del origen de la vida artificial.

          El camino del joven Pleanus fue la investigación teológica y el análisis de la entonces desconocida religión de los autómatas, dedicada a una diosa llamada Dimanca y de la que conocemos el nombre por diversas leyendas. Después de entrevistar a cientos de autómatas y de obtener de ellos apenas migajas de información, Pleanus logró establecer una relación de las creencias en Dimanca con los Códices del Río Ed. Como se sabe, estos códices son Tratados muy antiguos –quizá los primeros de Circa– sobre magnetismo. Al parecer, apunta Pleanus, el descubrimiento de piedras magnéticas en el subsuelo del Monte Granasitad detonó una serie de eventos de los que no se tiene mucha claridad pero que desembocaron, sin duda, en las primeras historias en donde se habla de autómatas (y de la que la famosa Epopeya de Leandrino es la expresión más lograda, aunque existen muchas otras; piénsese también en el Ciclo de los Transformadores, compuesto por más de trescientas leyendas). Prudente como Figurasitad, Pleanus no afirma nunca que el descubrimiento de los imanes sea el origen de los autómatas, sólo establece en qué momento más o menos preciso de la historia de Circa se comienza a hablar de ellos. A muchos estudiosos esto les pareció más bien poco, una propuesta muy modesta, pero tengo para mí que es uno de los grandes descubrimientos de nuestra época.

               Después del texto de Pleanus, el tema cayó en desuso y se habló poco de él. Los cartógrafos se dedicaron casi exclusivamente a desarrollar mejores herramientas para la predicción de los kaínes y todos los asuntos relacionados con autómatas se consideraron arcaicos y poco relevantes para la ciencia moderna. Desde entonces, aquí y allá aparecieron, sin duda, ideas dispersas sobre el asunto, pero no hallé nada que no estuviera ya contenido en las hipótesis que he enumerado aquí. Sin más demora, entremos entonces en materia.      

IV.

Para los lectores más impacientes, no tengo inconveniente en adelantar mi humilde hipótesis sobre el asunto del origen de la vida artificial. Ya tendré espacio suficiente en las siguientes seiscientas ochenta y dos páginas para intentar probarlo con muestras experimentales, cálculo diferencial, conceptos avanzados de mineralogía y química molecular, etnología y sociología antropológica.

            Me serviré de los conceptos que otros han desarrollado antes que yo. Como hemos visto, los autores citados hicieron algunas observaciones sobre la naturaleza de la vida artificial. Todos ellos la relacionaron con alguna propiedad de los metales y, en sentido estricto, tuvieron razón. Las vibraciones producidas por el canto, la luz del amanecer sobre el Cesio de un acantilado, el calor provocado por una combustión, la presión atmosférica, los restos orgánicos en el subsuelo del desierto, el magnetismo o las creencias religiosas y míticas alrededor del aiko. Todo ello me llevó a pensar que, quizá, la vida artificial no había surgido por una sola causa sino por una suma de ellas. Entonces me puse a pensar: ¿Qué es lo que todas estas investigaciones tienen en común?

            Tal vez el lector ya lo ha adivinado. El denominador común de todas las posiciones científicas frente al aiko es la alteración –de una u otra forma– de la naturaleza del metal, una mutación de su estructura original. En palabras simples, la vida artificial de los autómatas surge cuando un metal sufre un cambio profundo en su interior. Puede ser provocado por la luz, por el agua, por el magnetismo o por la voz celestial de la diosa Dimanca, lo mismo da. Lo importante es precisamente esa noción de cambio, de que es posible transformar la esencia de un metal.

            Como se verá en este libro, no todos los metales responden igual al cambio y es verdaderamente un arte –perdido o por hallar– definir cuáles metales reaccionan con cuáles estímulos. Dejo eso para las generaciones por venir.

          Por mi parte, a los pocos metales que he podido estudiar y que sé exactamente cómo reaccionan ante el cambio los he llamado Transmetales. Estos metales poseen propiedades únicas que les permiten establecer patrones cinéticos particulares. En otras palabras, es posible hacerlos latir. En el capítulo XVIII desarrollo a profundidad esta idea.

          Mi hipótesis es que el aiko es un mecanismo complejo que está hecho de uno o varios transmetales, lo que le da a cada corazón autómata cierta particularidad y, por lo tanto, una personalidad distinta. ¿Cómo es posible comprender las propiedades de los transmetales y su relación con la vida interior de los seres artificiales? ¿Cómo es posible el tránsito de un mineral mutado a una consciencia con vida propia? ¿De qué está hecha la mente de un autómata? ¿Es posible arrebatarles del todo la voluntad, como hacen los esclavistas de Nesebar con aquellos autómatas a quienes llaman “racionales”? Todas estas preguntas reciben una respuesta, aunque parcial, en este libro que, espero, será de alguna utilidad en las siempre cambiantes aguas de la discusión académica de nuestro tiempo...

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