Leyendas recobradas
del Reino de Sara
Compiladas por Batolina Um
Breves palabras preliminares
El Reino de Sara no se ha perdido del todo. Sobrevive en los cantos de la gente, en las manos ampulosas que recogen el maíz antes del crepúsculo. Es el aliento de los que se han perdido en este mundo y sienten que algo, entre los prados del río Escauro y las faldas sombrías de las Montañas de la Separación, los llama con palabras perdidas hace mucho tiempo.
Yo he viajado por el continente y he recogido los pedazos que han dejado atrás los ancianos y los viajeros. Nada de esto lo he inventado yo, ninguna palabra he agregado a las viejas historias que aún después de siglos se traman como ideadas por un aliento misterioso. Algo le da vida a las leyendas, algo las mantiene unidas y las organiza, como el espectro del mundo natural que mueve a los animales y traza la frontera de las estaciones.
A veces no es necesario entender todo lo que se nos cuenta. Tal vez ese sea el único secreto que guardan estos relatos que a los viejos académicos les parecen inconexos e incoherentes. A veces basta presentir entre sus líneas una intención, una vieja herida que mantiene corriendo los ríos, un presentimiento de que un orden nos ha sido impuesto, nos supera, pero nos conduce porque somos parte de él.
Yo no sé si existió Sara, yo no sé si las cosas ocurrieron como las cuentan las mujeres hipnotizadas de Marián durante sus rituales de primavera. Pero algo sí sé, y es que estamos hechos de eso que una historia quiere decir y no dice, eso que rodea el estanque y se mira en él pero nunca logra sumergirse en sus aguas. Somos ese reflejo y ese rostro que pregunta.
A mí, que soy vieja y contemplo sin cansarme el proteico Mar de Suntaz y sus remolinos de luz, no me importa nada más. Si he de desear que alguno de mis libros –necios libros sobre kaínes subterráneos o sobre la ciencia imposible de la tierra– permanezca, quiero que sea éste, que no he escrito yo sino las abuelas de mis abuelos, sino el sueño de una sola persona que un día creó el mundo y amó sus misterios, aunque se perdiera en ellos para siempre.
Batolina Um,
Puerto Libre de Gorgo Et,
2 de septiembre de 3205
Leyenda del desembarco
Nadie los vio llegar, porque trajeron con ellos la niebla. Antes de su desembarco no existían sino los contornos claros y los amaneceres tibios. Antes de su desembarco no había sino una noche cada tres días y el sol no brillaba de forma espectral, como ocurre ahora.
Llegaron en barcos destrozados y se lanzaron por la borda al ver la tierra. Algunos flotaron moribundos hasta la orilla. Algunos murieron y sus cuerpos ondularon sobre la marea o fueron destruidos por los pedernales.
Nadie los vio llegar pero cuando amaneció ya estaban aquí, curando sus heridas sobre una playa de rocas afiladas. Ahí enterraron a su muertos y durmieron junto a sus tumbas durante días. Guardar las tumbas era como volver al lugar de donde habian venido. Pero volvían por última vez, porque sólo deseaban olvidarlo, porque huir de casa es igual que prenderle fuego a un recuerdo.
De las tumbas de los primeros muertos del norte nació la piedra del alumbre y el polvo brillante que algunos, muy tarde, descubrieron que no debían respirar. Se dieron cuenta muy tarde de que el aire estaba lleno de un polvo filoso que les desgarraba los pulmones.
¿Cómo aquietar el viento del sur, que es venenoso y nos mata por dentro?, se preguntaban. Se cubrieron la boca con máscaras de tela y vieron cómo el sol caía sobre la imponente cima a la que llamaron Terminastad.
Muchos murieron en el desembarco. Los ahogados y los que se estrellaron contra los acantilados. Los que respiraron los minerales afilados de la costa. Los que no pudieron juntar fuerzas para caminar hasta un estanque y murieron de sed. Los que miraron las estrellas y no reconocieron el mapa de su existencia.
Eran ellos. Tenían el cabello largo y los ojos negros, sin pupilas. Tenían la piel oscura y los dedos largos. Eran ellos y eran diez. Y se miraron y se dijeron entre sí “tú serás mi ancla”. Y lo repitieron hasta que dejaron de lamentarse por todo lo que había muerto a su alrededor.
Eran sólo diez pero muchos más habían salido de su lugar, de su casa de pieda o de su casa de lana o de su casa de aire.
Una mañana recibieron un mensaje del mar. Sin pedirlos, recibieron los restos de las embarcaciones que los habían llevado hasta ahí. Mástiles en trozos, madera astillada, tela revuelta con arena. Algunos pensaron: “el mar nos pide que volvamos por donde hemos venido”. Pero otros dijeron: “el mar nos dice que no podemos quedarnos aquí, que debemos ir tierra adentro”. Y éstos, los que deseaban seguir caminando, quemaron los barcos moribundos que había traído la marea.
Y los restos, empapados de aguas primordiales, ardieron. Frente a los ojos de los hombres y mujeres, ardieron. De manera imposible, de manera fantasmagórica. Y no dejaron de arder durante tres noches. Y ardieron tanto que el agua del mar hirvió y el fuego se mezcló con el agua salada y se formaron jirones de luz y de espuma, y gusanos de fuego ardieron. Debajo de la superficie un mosaico ambarino descendió hasta el lecho del mar y lo incendió. Las piedras filosas se hicieron torbellino y nacieron nueve veces nueve volcanes que erizaron las aguas e hicieron imposible el regreso.
El Mar de los Volcanes había nacido del deseo de no volver a la tierra amada. Y así sigue hasta hoy, y arde quien intenta surcarlo, y muere quien intenta saber de dónde vinieron ellos, los diez que fundaron los primeros pueblos de Circa.
La Leyenda de los Transformadores
Alrededor del fuego, los diez dijeron todas las palabras que conocían y consideraron que con esas palabras no era posible crear un mundo nuevo. El fuego crepitó delante de ellos y las brasas quemaron sus pensamientos, dejándolos solos frente a la contemplación de su miseria.
¿Quiénes viven en este lugar?, se preguntaban, porque alrededor de ellos sólo había arena y un desierto sobre el que se deslizaban, de día, los espejismos del tiempo perdido, los pasillos clausurados de su propia vida interior. No había agua ni gente ni comida.
Sólo el fuego que se metía en sus ojos los mantenía con vida, pero su cuerpo estaba a punto de desaparecer en la noche.
¿Por qué sobrevivimos sólo nosotros?, se preguntaron después. Dejaron de mirar hacia afuera y trataron de conciliar las historias que habitaban en su memoria pero estaban vacíos de recuerdos y olvidaron, muy despacio, del mismo modo en que cae la corteza de un tronco carcomido por la humedad, sus propios nombres.
En cuanto pienso algo, se cubre de polvo, dijo una mujer y sintió que la boca se le llenaba de minerales. Los demás percibieron lo mismo. Nos convertiremos en piedra, esa es la ley de quienes dejan su patria, dijo otro. Nos convertiremos en piedra porque allá, de donde venimos, todo está hecho de humedad. Y todo era verdad. Sus pies enterrados en la arena se endurecían y sus dedos eran filos de guijarro.
Debemos nombrar las cosas, dijo uno. Debemos darle un nombre a cada grano de arena, a cada forma de las nubes. Y comenzaron a nombrar, para hacerse necesarios y sobrevivir.
Entonces se levantaron y siguieron caminando. Sobrepasaron el desierto. Atravesaron los valles de viento, azorados de verdor.
Una mujer los detuvo en el camino. No era como ellos, pero tampoco era muy distinta. Ellos pensaron que la habían creado, pero la mujer de aire les dijo que el lugar en donde estaban se llamaba Circa y que ahí las cosas ya existían antes de que ellos llegaran. Este es el sitio para quienes han sobrevivido al fuego, eso les dijo. Y les enseñó a transformar la piedra en agua. Y el agua en aire. Y el aire en fuego. Y el fuego en piedra. Y los llamó Transformadores porque habían entregado a Circa todos los nombres que conocían y se habían quedado vacíos. A cambio, ella les daba el conocimiento de la transformación, porque provenían de un lugar en donde la quietud lo había destruido todo.
La mujer se fue, pero les dijo: construyan aquí sus casas, hagan aquí su fuego, forjen su casa profunda sobre el valle. Y cuando estén listos, Circa se abrirá para ustedes.
Y cuando le preguntaron su nombre, ella les dijo: “Yo también me llamo Circa”, y desapareció.
Pasaron los años y las casas de los Transformadores se multiplicaron y ellos mismos tuvieron hijos y sus hijos tuvieron hijos. Nunca se aventuraron más allá del desierto y no volvieron al mar del norte. Hacia el sur, su propia niebla los cegaba y no podían seguir. Pero no lo necesitaban. La piedra en agua. El agua en aire. El aire en fuego. El fuego en piedra. Rezaban a la mujer que les había dado los dones y cumplieron su promesa de no caminar hasta que comprendieran la forma de los caminos. La promesa de Circa, le llamaron, y fueron fieles a ella.
Y ese día llegó. El cielo amaneció despejado y los diez Transformadores tomaron su bastón y las decenas de años acumulados en su cuerpo, parte roca y parte aire. Dejaron atrás su aldea y a los suyos. Sólo unos pocos los acompañaron. Y llegaron al pie de las montañas y ahí se separaron. Las Montañas de la Separación aún recuerdan los pasos de los diez que luego organizaron el mundo y lo poblaron con orden y lo nombraron con fuego.
La leyenda del Reino de Sara
¿Qué es un rey? ¿Qué es una reina?, se preguntaban los Transformadores. Su viaje por Circa había terminado. Detrás de sí, fundaban pueblos, trazaban caminos. El fuego también era su regalo y los alimentos cocidos y las leyes de la gente. En la noche, sus historias llenaban de sentido a las estrellas. En el día, sabían trabajar y construían el puente sobre el río, y la norma vital sobre el puente.
Queremos que ustedes sean nuestras reinas, nuestros reyes. Queremos que ustedes nos digan qué hacer y por dónde ir. No queremos morir, por eso queremos obedecerlos. Esto les decía la gente, pero ellos siempre respondían lo mismo: no podemos gobernar lo que no conocemos.
Frente al fuego, en una hoguera, una noche, años después de su partida, los diez Transformadores se reencontraron. En sus rostros estaba dibujado un continente vivo. La maravilla de la multiplicación de los dones brillaba en sus ojos negros. Pero aquí y allá un pueblo crecía más pronto que otros. La gente de sal, en el norte, deseaba el agua de la gente del pantano, en el sur. Los montañeses se cubrían del viento incisivo con la tela que le arrebataban a los borregueros del valle. Algunos mandaban sobre otros. Algunos decían que un camino les pertenecía y mataban a quien lo transitaba. Los manzanos tenían un dueño. Los nombres de la gente se volvían nombres de las cosas.
¿Un rey o una reina evitará todo esto?, se preguntaban.
¿Qué es un rey? ¿Qué es una reina? Es el poder de sólo uno, dijeron, eso es lo que la gente nos pide, pero no podemos dárselos. Porque es darles una herida. No podemos dejar que unos aten el destino de los otros.
¿Y por qué nosotros debemos decidirlo?, se preguntaban y amanecía en el mundo y el fuego se marchitaba junto con sus pensamientos. Y así pasaron los meses. La deliberación profunda no tenía final. Pero debía terminar. Esa también era la herida. No podemos detener el mundo mientras pensamos la mejor forma de habitarlo. No podemos refundar el tiempo a partir de las cenizas. Lo que arde, arde ahora. Lo que existe y es necesario, es necesario ahora. Si no damos un rey o una reina, ellos lo buscarán en otra parte, de cualquier forma.
No vamos a darles un rey o una reina. Vamos a darles un reino. El símbolo de un poder que debe ser el poder de todos, no de uno. No creerán en una persona, sino en un espacio y un tiempo. No creerán en un nombre, sino en el poder de nombrar.
Los diez caminaron y buscaron un lugar propicio, en donde los ríos se sumaban y soplaba el viento transparente de los dos mares y el tibio atardecer del desierto se mezclaba con la fragancia frutal del verano, en los valles meridionales.
Sobre la tierra dibujaron un plano. Y con esa escritura crearon el Reino. El Reino de Sara, que significa El reino de la mujer secreta, El reino de la Madre Circa, El reino de todos los que buscan su nombre entre la hierba mecida por el viento.
Leyenda de los Conquistadores
El reino de Sara fue la brújula de los tiempos durante siglos. Primero trazaron las calles angostas y las casas blancas. Luego el sol creó las sombras que sirvieron de guía para alzar las torres piramidales y la plaza de la asamblea. Desde sus lindes partían caminos a todas partes y nadie podía quedarse fuera.
En Sara vivían los Transformadores y hasta ellos llegaban los jefes de los pueblos y ciudades de Circa. Por consuelo, por consejo, por descanso. Los viejos iban a morirse a sus camas colgantes bajo el vibrante manto solar. Los niños nacían en las casas bajas de adobe y ahí recibían su primer baño de hierbas y vapor.
En Sara no había rey ni reina, sólo la voz múltiple de los diez y de todos quienes hablaran con sensatez y oportunidad.
Entonces una noticia llegó desde la lejana región de Limka, en donde vivían los marineros sagrados, los hombres solitarios del agua. Una columna de barcos, como un bosque en la madrugada mecido por un viento desapacible, se acercó a la costa de Circa. Hombres y mujeres de rostro desencajado y pálido de hambre se derrumbaron en las playas y rogaron por agua y por comida.
Los diez se reunieron para decidir qué hacer, pero la necesidad apura el paso del tiempo y antes de que pudieran hablar a la velocidad de sus pensamientos, que era la velocidad del fuego en la hoguera lenta de los años, los náufragos ya avanzaban tierra adentro. Sus barcos, inservibles, yacían regados en la costa.
De ellos, los habitantes de Limka extrajeron hierbas que no conocían, el lenguaje de las canciones del mar y que luego se mezcló con el suyo, libros con grabados y dibujos de otra tierra, medallas y trofeos y joyas de oro y platino y piedras preciosas. De ellos, aprendieron los nombres de los poderosos y desearon las extrañas insignias de una nobleza cuyo espíritu se había quedado más allá del mar. La otra costa, del soñado Sur, fue la costa del sueño, de la riqueza, de la aspiración absoluta. La otra orilla se volvió una leyenda dorada y se pensó que de ahí provenía el resplandor de esa nueva gente.
Ahora Circa era su nuevo hogar y cuando tuvieran fuerza y hubieran sido alimentados y aliviadas sus heridas, entonces tomarían todo y lo reclamarían como suyo.
Pero no sólo había tesoros en esos barcos encallados. Una enfermedad silenciosa se dispersó en Limka y el viento y el agua la llevó hacia el norte. Y todo Circa se enfermó de eso que llamaban Suntaz, de ese mar violento, de esa agua negra que punzaba como un remolino adentro de la gente. Y provocaba un malestar que iba más allá del cuerpo.
La llamaron Enfermedad de Suntaz. Y era otra herida, la más profunda.